Algunos desafíos de
la educación básica en el umbral de nuevo milenio
César Coll
III Seminario para Altos Directivos de las
Administraciones Educativas de los países Iberoamericanos
La Habana, junio 1999
Un nuevo escenario
para la educación
La educación ha sido
en el transcurso de este siglo –y todo hace pensar que lo seguirá siendo en el
futuro– uno de los instrumentos más importantes con los que han contado las
sociedades modernas para luchar contra las desigualdades, para hacer frente a
los fenómenos y procesos de segregación y exclusión social, para establecer,
ampliar y profundizar los valores cívicos y democráticos, para impulsar el
desarrollo económico y cultural y para promover el desarrollo personal y la
mejora de la calidad de vida de todos sus miembros. Sin embargo, hay pocas
dudas de que, al igual que sucede con otros aspectos o ámbitos de la vida y de
la actividad de las personas considerados no menos importantes y cruciales en
las sociedades democráticas modernas –sanidad, vivienda, ocupación, bienestar
social, etc.–, la manera como están organizados actualmente los sistemas
educativos al conjunto de la población, e incluso la concepción misma de la
educación que sustenta esta organización y estas soluciones, tendrán que
experimentar cambios en profundidad para hacer frente a los desafíos del nuevo
escenario económico, social, político y cultural que ha empezado a perfilarse
en el transcurso de las últimas décadas y que se recorta ya con claridad en el
horizonte.
En realidad, ninguno
de los elementos que conforman este escenario – los cambios en los sistemas de
valores; los cambios en la estructura del mercado laboral; los cambios en la
organización familiar: el “déficit de socialización” (Tedesco, 1995, pp. 35
ss.) producido por el debilitamiento de las instituciones de socialización
primaria y secundaria, en especial del núcleo familiar y de la escuela; la
introducción progresiva de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación y sus repercusiones sobre los modos y las relaciones de
producción; la globalización económica y la mundialización de los mercados; la
creciente homogeneización cultural; etc. – es nuevo en sentido estricto. Todos
ellos han ido instalándose de forma paulatina en el transcurso de las últimas
décadas. Lo que es nuevo es la conciencia de que, al confluir y generalizarse,
acaban por configurar una nueva forma de organización social, política y
económica que, más allá de las denominaciones diversas utilizadas para
designarla – la sociedad digitalizada (Majó, 1997), la sociedad teledirigida
(Sartori, 1998), la aldea planetaria (UNESCO, 1996), la sociedad red (Castells,
1997) etcétera– supone un cambio radical respecto a la situación anterior.
No es mi intención
hacer una disertación general sobre la naturaleza y alcance de este nuevo
escenario ni sobre los elementos que lo conformar. Sería no sólo arriesgado por
mi parte, sino también temerario. Me limitaré a destacar que la mayoría, por no
decir la totalidad, de los analistas que han acometido esta tarea coinciden en
señalar, desde perspectivas y preocupaciones muy dispares, tres puntos: en
primer lugar, que este escenario que se dibuja en el horizonte próximo, y que
lleva camino de consolidarse con una rapidez mucho mayor de lo que se esperaba
hasta hace muy poco, conlleva el riesgo potencial de nuevas y poderosas formas
y procesos de segregación y exclusión social; en segundo lugar, que la
educación será una vez más, como lo ha sido en el pasado y lo es en la
actualidad, el instrumento clave para neutralizar este riesgo; y en tercer
lugar, que, para poder seguir jugando este papel en el futuro, la educación
tendrá que hacer frente a unos desafíos hasta ahora inéditos.
Parece sin embargo
cada vez más evidente que no va a ser posible hacer frente a estos desafíos
sólo con ajustes más o menos puntuales de los actuales sistemas educativos.
Empieza a haber indicadores suficientes que hacen pensar que no estamos
simplemente ante una nueva edición o manifestación de la crisis case permanente
que caracteriza los sistemas educativos desde, por lo menos, finales de los
años cincuenta (Ghilardi, 1993), es decir, desde prácticamente el momento en
que se establecen los objetivos de generalización y universalización de la
educación básica y obligatoria. Lo que ahora parece estar en cuestión no es tal
o cual aspecto de la organización y el funcionamiento de los sistemas
educativos, tal o cual aspecto del curriculum o de la metodología de la
enseñanza. Lo que parece estar en cuestión es la propia estructura del sistema
educativo en su conjunto, sus finalidades y objetivos, en suma, su capacidad
para ajustarse a los modos y formas de vida y para satisfacer las necesidades
educativas – o lo que es lo mismo, las necesidades básicas de aprendizaje – de
las personas en este nuevo escenario.
Resulta por ello
altamente cuestionable la pretensión de abordar esta nueva situación armados
exclusivamente con el “tradicional” discurso educativo renovador, la pretensión
de afrontar unos desafíos inéditos con unas propuestas “viejas”, incluso
aceptando que a menudo se trata de propuestas que nunca han llegado a ser
puestas en práctica o lo han sido sólo de forma parcial e insatisfactoria. Para
decirlo en términos un tanto radicales, todo parece indicar que el reto con que
nos enfrentamos ya no es el de mejorar los actuales sistemas educativos, sino
más bien el de revisarlos en profundidad y reconstruirlos en función de las
características y de las exigencias que plantea la nueva situación. Y para
acometer este reto hace falta un discurso educativo, unos planteamientos, unas
categorías de análisis y unas estrategias de acción y de política educativa que
difícilmente pueden ser los mismos que hemos venido utilizando y practicando
hasta ahora.
Quizás convenga
señalar, a este respecto, que las reformas educativos en curso, iniciadas en la
década de los ochenta y principios de los noventa en numerosos países de todo
el mundo, están todavía pensadas, en mayor o menor medida según los casos, de
acuerdo con el escenario anterior. De hecho, algunos de los problemas que
encuentran para su implantación efectiva tienen su origen, a mi juicio, a este
desfase. Son intentos de responder a problemas identificados y analizados de
acuerdo con parámetros que, en ocasiones, que empiezan a no ser vigentes y que,
muy probablemente, dejarán de serlo por completo en un futuro inmediato. Son
mayores pensadas en una función de una realidad social, política, económica y
cultural cada vez con menos probabilidades de permanencia y de proyección hacia
el futuro.
La reforma educativa
española no constituye, en este sentido, una excepción. Los avances
legislativos que se han producido en España en los últimos 15 años(1),
así como los cambios y transformaciones que ha posibilitado y está
posibilitando este nuevo marco legal, han venido a compensar un retraso
histórico(2) mediante la puesta en marcha un proceso de
modernización y homologación del sistema educativo español con los sistemas
educativos de otros países europeos. La reforma educativa representa pues sobre
todo, desde mi punto de vista, un intento de puesta al día del sistema educativo
español(3), un intento que, de no frustrarse, puede situarnos en una
posición similar a la de otros países – e incluso tal vez mejor, en algunos
aspectos, que la de otros países – para hacer frente a los desafíos del nuevo
escenario social, político, económico y cultural emergente en este final de
siglo. Pero no va a permitirnos eludir, en ningún caso, el mencionado proceso
de revisión y de reconstrucción.
Desde el telón de
fondo que proporcionan las consideraciones anteriores, mi propósito en este
trabajo es centrarme en dos aspectos que van a estar previsiblemente en el
centro del proceso de revisión en profundidad de los sistemas educativos que se
anuncia como insoslayable. Son dos aspectos que remiten a otras tantas
tendencias, hacia cierto punto convergentes, que empiezan a manifestarse con
fuerza en el plano de las ideas y de las propuestas y que, si bien por el
momento sólo han cuajado en experiencias puntuales y todavía enormemente
limitadas, están llamadas a tener, a mi juicio, una incidencia decisiva en un
futuro no lejano sobre la organización y la prestación de los servicios
educativos. Se trata, en primer lugar, del reconocimiento, cada vez más
generalizado, de que es necesario revisar y ampliar el concepto de educación
que subyace a la organización y el funcionamiento de la mayoría, por no decir
la totalidad, de los sistemas educativos actuales, concepto que ha ido
restringiéndose progresivamente, sobre todo a partir de los años 50, hasta
identificarse de forma totalmente injustificada con la educación escolar y el
proceso de escolarización. Y en segundo lugar, de la convicción, también cada
vez más extendida, de que es necesario y urgente revisar y reforzar las
relaciones entre prácticas educativas y actividades ciudadanas, entre educación
y ciudad.
De acuerdo con este
propósito, organizaré el resto de la exposición en dos grandes dedicados,
respectivamente, a presentar ambas tendencias y a mostrar, por una parte, los
desafíos que plantean a la educación básica, y por otra, las coordenadas que
establecen para la revisión de los sistemas educativos actuales. Vamos pues ya
a ocuparnos de la primera tendencia, la que cuestiona la identificación entre
educación y educación escolar y postula, en contrapartida, la urgencia y la
necesidad de ampliar el concepto de educación recuperando su sentido original.
Educación y
educación escolar: hacia una visión amplia de la educación
En efecto, la
educación es un concepto amplio que, en su sentido original, designa un
conjunto de actividades y prácticas sociales mediante las cuales, y gracias a
las cuales, los grupos humanos promueven el desarrollo personal y la
socialización de sus miembros y garantizan el funcionamiento de uno de los
mecanismos esenciales de la evolución de la especie: la herencia cultural. Desde
siempre, los grupos humanos han utilizado simultáneamente diversos tipos de
prácticas y actividades sociales con el fin de facilitar a las nuevas
generaciones el acceso a las formas y saberes culturales – conocimientos y
creencias sobre el mundo, lenguaje e instrumentos para conocer la realidad y
actuar sobre ella, tecnologías y técnicas, tradiciones, sistemas de valores,
etc. – considerados fundamentales para la supervivencia colectiva y cuya
apropiación individual se juzga necesaria, en consecuencia, para llegar a
formar parte de ellos como miembros de pleno derecho. Desde siempre, además, y
en todo tipo de sociedades, la responsabilidad en la organización y conducción
de estas prácticas y actividades sociales ha estado a cargo de diferentes
actores, y a menudo también de diferentes instancias, que, desde su rol
específico y su ubicación en la organización social, cultural y económica
establecida, contribuyen conjuntamente al desarrollo personal y a la
socialización de las nuevas generaciones y – en el caso de las sociedades
abiertas – de las personas recién llegadas que se incorporan a ellas.
Desde siempre, pues,
la educación en sentido amplio ha sido una responsabilidad compartida, en el
seno de los grupos humanos, por diferentes actores que, en el marco de sus
actividades habituales y de los escenarios en los que estas actividades de
todos sus miembros, y en especial de los miembros más jóvenes y de los recién
llegados, ofreciéndoles la oportunidad de participar – u obligándoles a
hacerlo, según los casos – en dichas actividades y en dichos escenarios. Sólo
en muy contadas ocasiones, y nunca o casi nunca de forma generalizada y
permanente, las actividades, los escenarios y los actores han sido única y
exclusivamente actividades, escenarios y agentes educativos especializados. Por
lo general, la influencia y la función educativa son unos valores añadidos a
los motivos principales de las actividades que se llevan a cabo – cuidado
familiar, producción económica, esparcimiento o diversión, ofrecimiento religioso,
etc. – y a los escenarios institucionales en los que éstas se desarrollan –
familia, empresa o tallar, iglesia, etc. –. Asimismo, los actores que asumen la
responsabilidad de educar no son, en primera instancia, educadores
especializados, sino padres y madres que, además de ejercer como tales y al
mismo tiempo que ejercen como tales, educan a sus hijos; maestros artesanos
que, al mismo tiempo que ejercen como tales, enseñan un oficio a los aprendices
que se mueven a su alrededor; pastores religiosos que, al mismo tiempo que
cumplen sus ritos, transmiten a sus feligreses una visión del mundo y un
sistema de valores; etc.
Esta situación sufre
un vuelco con el surgimiento de la educación escolar, que supone por primera
vez la puesta en marcha de unos escenarios institucionales – los centros
educativos – y de unas actividades – las actividades de enseñanza y aprendizaje
– con una función y unas finalidades única y exclusivamente educativas
orientadas al conjunto de la población; y lo que no es menos importante, supone
la aparición de unos actores sociales especializados en la actividad de educar:
el profesorado. Contrariamente a la que sucede con otros agentes educativos, el
ejercicio de la influencia educativa sobre sus alumnos no es un valor añadido a
la actividad habitual del profesor, sino su motivo principal. Con la educación
escolar surge la figura del profesional de la educación, sobre el que va a
acabar recayendo, como luego veremos, una buena parte de la responsabilidad
ejercida hasta ese momento por otros agentes educativos(4).
Pero conviene
recordar que la educación escolar, y más concretamente la educación escolar
básica y obligatoria, es en realidad sólo una, entre otras muchas, de las
prácticas sociales que han utilizado los grupos humanos a lo largo de la
historia para llevar a cabo esta tarea de socialización y promoción del
desarrollo personal de sus miembros. Y es, además, una práctica social
relativamente reciente que aparece en el siglo XIX vinculada a la transición de
las sociedades señoriales y estamentales a la sociedad industrial. En su origen
convergen dos planteamientos, netamente distintos entre sí, que no han dejado
de confrontarse a los largo de los años y cuyo predominio relativo da cuenta de
la organización y funcionamiento de los sistemas educativos y de las funciones
que éstos acaban cumpliendo en la práctica(5).
Por una parte,
encontramos la idea de que es necesario, en una sociedad industrial, contar con
una mano de obra cualificada capaz de hacer frente a las exigencias de los
nuevos modos de producción, de tal manera que es responsabilidad del Estado
proporcionar esta cualificación a las clases populares que no cuentan con los
recursos necesarios para sufragársela. Por otra parte, la idea de que el
conocimiento es un patrimonio universal que, en una sociedad auténticamente
democrática, debe ser accesible a todos los seres humanos sin exclusión alguna,
siendo por lo tanto también en este caso responsabilidad del Estado garantizar
la igualdad de oportunidades ante la educación. Mientras la primera idea es la
aportación del Estado liberal y de la burguesía emergente del siglo XIX, la
segunda hunde sus raíces en el pensamiento ilustrado y se desarrolla en el
marco del Estado social y de las luchas sociales que jalonan el siglo XX. Los
sistemas nacionales de educación, nacidos en la mayoría de los países en el
siglo XIX a amparo del primer planteamiento, han ido incorporando
progresivamente a los largo del siglo XX, y en mayor o menor medida según los
casos, elementos del segundo. La universalización de la educación básica y
obligatoria, su ampliación progresiva y los esfuerzos por incrementar y mejorar
la capacidad de los sistemas educativos para ofrecer una educación para todos
sin exclusiones son algunos de los hitos que marcan esta evolución.
La universalización
de la educación básica y obligatoria y el fenómeno de la des-responsabilización
social progresiva ante la educación
Con la implantación
de la educación básica y obligatoria, su generalización a toda la población en
edad escolar y su ampliación progresiva hasta alcanzar los ocho, diez e incluso
once o más años en algunos países, la educación escolar ha ido adquiriendo poco
a poco en las sociedades contemporáneas, sobre todo a partir de los años
cincuenta, una importancia y un protagonismo que no tienen equivalente con otro
tipo de práctica educativa en la historia de la humanidad. Es cierto que nunca
ha llegado a anular o a eclipsar por completo otras prácticas educativas como,
por ejemplo, las que tienen lugar en el seno de la familia, en las relaciones
de trabajo, en las actividades de ocio y tiempo libre o en las actividades
sociales comunitarias; pero también lo es, a mi juicio, que en ningún otro
período histórico los grupos sociales han depositado tantas expectativas en un
solo tipo de práctica educativa y le han exigido tanto como en el caso de la
educación escolar.
La educación escolar
ha terminado adquiriendo, en el imaginario colectivo, el estatus de
instrumento por excelencia no sólo para luchar contra las desigualdades y
promover el desarrollo y la socialización de todas las personas sin exclusión,
sino también para hacerlo en las más diversas facetas y aspectos de la
personalidad y del comportamiento humanos. La educación en sentido amplio – es
decir, la educación entendida como el abanico de prácticas sociales mediante
las cuales y gracias a las cuales los grupos humanos promueven el desarrollo y
la socialización de las personas – ha ido así restringiéndose progresivamente
hasta identificarse de hecho con una de sus modalidades o formas, la educación
escolar, y ésta, a su vez, con la educación escolar básica y obligatoria y con
lo que se hace y sucede en las escuelas y en las aulas(6).
Una de las
consecuencias más negativas de esta identificación del todo – la educación –
con lo que en realidad es sólo una de sus partes – la educación escolar y la
enseñanza – ha sido la progresiva des-responsabilización social comunitaria
ante los temas educativos. Como resultado de esta identificación, la educación
deja de ser percibida como una responsabilidad compartida que asume la sociedad
en su conjunto mediante la influencia educativa ejercida por un conjunto de
actores en un amplio abanico de prácticas y actividades sociales y, en su
lugar, se instala la idea de que la educación, entendida básicamente como
educación escolar, es una responsabilidad del sistema educativo formal que han
de asumir fundamentalmente los y las profesionales que trabajan en él – es
decir, el profesorado –, sus responsables políticos y sus gestores y técnicos.
En este contexto de
creciente des-responsabilización social ante la educación, el sistema educativo
formal es visto al mismo tiempo como el responsable directo de todos los
problemas relacionados con el desarrollo y la socialización de las nuevas generaciones
y como fuente y origen de las posibles soluciones a estos problemas. No hay
prácticamente ningún aspecto o cuestión que escape a esta valoración: violencia
juvenil; pérdida de valores cívicos y democráticos; intolerancia;
comportamientos racistas y xenófobos; consumo de drogas; hábitos alimentarios y
conductas poco saludables; consumismo; bajo nivel cultural; descenso del
interés por la lectura; escasos conocimientos científicos y tecnológicos;
formación poco ajustada a las exigencias laborales; paro juvenil; ... Sea cual
sea el tema objeto de atención y de debate, las carencias e insatisfacciones
relativas al proceso formativo de los niños y jóvenes acaban siendo
invariablemente atribuidas, por acción u omisión, al sistema educativo y a la
educación escolar, a lo que se hace mal o no se hace en la escuela. Asimismo, y
sea cual sea la naturaleza y alcance de las carencias y de las insatisfacciones
detectadas, la clave para corregirlas y superarlas se busca también
invariablemente en el sistema educativo y en la educación escolar, en lo que
debería hacerse mejor o en lo que debería hacerse y no se hace en la escuela.
El cuestionamiento de
la centralidad y el protagonismo exclusivo de la educación escolar.
Sin negar en absoluto
que son probablemente muchas las cosas que aún no se hacen y que se podrían o
deberían hacer en la escuela, y sin negar tampoco que hay aún sin duda muchos
aspectos manifiestamente mejorables en la educación escolar, lo cierto es que
las responsabilidades y expectativas que se proyectan a menudo sobre ella como
consecuencia de este proceso de des-responsabilización social ante la educación
parecen superar ampliamente su capacidad para asumirlas y satisfacerlas. En
efecto, cada vez es más evidente que los problemas antes mencionados, u otros
de similar tenor y alcance, ni tienen su origen en la escuela ni pueden
absorberse de forma plenamente satisfactoria únicamente desde la escuela.
El tema de la
educación en valores es, a este respecto, un ejemplo sumamente ilustrativo. La
escuela puede y debe educar a los niños y jóvenes en los valores cívicos y
democráticos, en el respecto a las diferencias, en la solidaridad y en el
compromiso con los débiles y los oprimidos, en el diálogo y la negociación como
forma de resolver los conflictos, en el rechazo a la violencia y en el respeto
a los derechos humanos fundamentales. Sería ilusorio, sin embargo, esperar que
la influencia educativa de la escuela pueda ser suficiente para compensar y
neutralizar las influencias educativas en sentido contrario que se ejercen
sobre los mismos niños y jóvenes desde múltiples ámbitos de la vida social en
los que rigen a menudo valores distintos, cuando no abiertamente opuestos, a
los anteriormente mencionados. Algo semejante sucede, por poner otro ejemplo, con
la denuncia continuada de las limitaciones y carencias del sistema educativo
para acompañar a los alumnos y alumnas en la transición del mundo escolar al
mundo del trabajo al término de la educación obligatoria y de su incapacidad
para proporcionarles una formación adecuada que les permita incorporarse con
rapidez y solvencia a una actividad laboral remunerada. O aún, como muestra con
claridad meridiana la experiencia actual de implantación de la educación
secundaria obligatoria en España, la pretensión de que el sistema educativo –
especialmente el sistema educativo público – asuma un conjunto de problemáticas
relacionadas con la atención a la diversidad que tienen a menudo un claro
origen social y que sólo pueden ser asumidas, por la multiplicidad de facetas
que presentan, con una intervención coordinada desde diferentes sectores e
instancias entre los cuales ha de estar, por supuesto, la educación escolar,
pero en ningún caso únicamente la educación escolar(7).
En éstos, como en
muchos otros aspectos de la educación, la función de la escuela es ciertamente
importante, pero de ahí a responsabilizarla en exclusiva de la educación y del
desarrollo moral de los niños y jóvenes, a exigirle que garantice el tránsito
de los alumnos desde el mundo escolar al mundo del trabajo, o a pretender que
asuma, canalice y resuelva por si sola problemáticas graves de origen
sociocultural y/o familiar, media un trecho que no sólo no es razonable
recorrer porque, al recorrerlo, se está atribuyendo a la educación escolar una responsabilidad
y unas funciones que no le competen en exclusiva, y que en ocasiones ni
siquiera le competen en absoluto, condenándola así a un callejón sin salida y a
no poder cumplir lo que se le exige o se espera de ella.
El argumento anterior
cobra aún más fuerza, si cabe, con el auge de las nuevas tecnologías de la
información y de la comunicación, sin lugar a dudas uno de los rasgos
distintivos del nuevo escenario que está dibujándose en este final de siglo. De
la mano de estas tecnologías, a los agentes, escenarios y prácticas educativas
tradicionales – familia, escuela, fundamentalmente – han venido a sumarse con
fuerza otros agentes, escenarios y prácticas educativas con una influencia
creciente sobre los procesos de desarrollo personal, de socialización y de
formación de las nuevas generaciones. Cada vez hay menos dudas de que la
participación de los niños y jóvenes en escenarios y actividades relacionadas
con las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación – televisión,
redes telemáticas, materiales multimedia, etc. – tienen una incidencia decisiva
sobre su desarrollo personal y social y sobre su proceso formativo. Aunque la
educación escolar consiga incorporar con éxito a sus objetivos la
alfabetización en las nuevas tecnologías – es decir, el conocimiento funcional
de los lenguajes que utilizan – y sea capaz de llegar a utilizarlas con
provecho como recursos metodológicos para la enseñanza, la ubicuidad y el uso
creciente de estas tecnologías en los más diversos ámbitos de la actividad
humana las convierte de hecho en vehículos e instrumentos potenciales de unas
prácticas educativas ajenas, en principio, a la escuela y no necesariamente
coherentes con sus objetivos y finalidades.
Otro factor que está
contribuyendo a minar fuertemente la centralidad y el protagonismo casi
exclusivo de la educación escolar es el relativo a la importancia creciente de
lo que ha dado en llamarse la formación o el aprendizaje a los largo de la
vida. Los cambios que se están produciendo en la estructura del mercado del
trabajo y en las profesiones sugieren que la formación inicial, con la que se
identifica prácticamente la formación escolar, dejará de ser en el futuro una
garantía para el desarrollo personal y profesional de las personas. Algunos
analistas señalan que las generaciones que se están formando actualmente en las
escuelas y en los institutos tendrán que cambiar probablemente de profesión – y
no sólo de lugar de trabajo – varias veces en el transcurso de su vida laboral;
prevén, también, que los miembros de estas generaciones tendrán que asistir, a
lo largo de su vida, a nuevos e importantes avances del conocimiento científico
y tecnológico, lo que les exigirá, para adaptarse a ellos, implicarse en nuevos
procesos de formación. En suma, no podemos seguir apostando única y
exclusivamente por la formación escolar inicial como garantía del desarrollo
personal y profesional y como instrumento de cohesión social; el acceso a los
procesos de formación a lo largo de la vida será tan importante a estos efectos
en el futuro como lo ha sido hasta ahora la formación inicial. Y estos procesos
de formación comportan nuevas necesidades educativas, nuevas necesidades de
aprendizaje, que los sistemas educativos actuales, tal como están organizados,
no parecen estar en condiciones de satisfacer.
La educación: una
responsabilidad compartida.
De las
consideraciones anteriores se sigue la urgente necesidad de volver al sentido
amplio original del concepto de educación y de revisar, a partir de él, la
manera como están organizados actualmente los sistemas educativos y las
soluciones adoptadas para satisfacer las necesidades educativas del conjunto de
la población. Esta organización y estas soluciones responden actualmente a una
visión sumamente restringida de la educación – basada, recordémoslo una vez
más, en la identificación de facto de la educación con la educación
escolar, y de ésta con la educación escolar básica y obligatoria de los niños y
jóvenes durante un período de tiempo bien acotado de su vida – que tal vez no
haya estado nunca plenamente justificada, pero que resulta manifiestamente
inadecuada para hacer frente a los desafíos que plantea, en el campo educativo,
el nuevo escenario social, económico, político y cultural de este final de
siglo.
Ahora bien, ampliar el
concepto de educación hasta recuperar se sentido amplio original equivale de
hecho a recuperar la idea de que la educación es una responsabilidad que
compete a la sociedad en su conjunto y que ésta cumple facilitando a todos sus
miembros la participación en un amplio abanico de escenarios y de prácticas
sociales de carácter educativo. Equivale, en definitiva, a aceptar con todas
sus consecuencias que, para afrontar los retos de todo tipo que tiene ante si
la educación en este final de siglo y de milenio, no basta con el compromiso de
la escuela y de los profesionales que trabajan en ella: se requiere además el
compromiso y la responsabilidad compartida de la sociedad y de la comunidad en
la se inserta la escuela. Nótese que las afirmaciones precedentes van más allá
de los tradicionales llamamientos a favor de una apertura de la escuela al
entorno social y comunitario, e incluso de una participación de los diferentes
sectores de la comunidad educativa – alumnos, padres y madres y profesores – en
las actividades y en el funcionamiento de las escuelas y otras instituciones
educativas.
Tomando como punto de
partida el principio de que la educación de los niños y jóvenes – y, por
extensión, del conjunto de ciudadanos y ciudadanas – es una responsabilidad compartida
por el conjunto de agentes sociales que ejercen una influencia educativa sobre
ellos, dos son las ideas fundamentales que deben presidir, a mi juicio, la
revisión propuesta. En primer lugar, la apertura de un proceso de reflexión y
de debate público y colectivo que conduzca al establecimiento de un nuevo
contrato social por la educación (Coll, 1998b), un contrato que establezca
claramente las obligaciones y las responsabilidades de los diferentes agentes
que operan, de facto, como agentes educativos en una sociedad
determinada, y que permita definir con precisión qué funciones puede y debe
asumir la escuela en este contexto: las que le corresponde asumir en exclusiva;
las que ha de asumir en colaboración con otros agentes y escenarios educativos;
y las que no puede ni debe asumir, limitándose su aportación, en caso de
necesidad, a realizar una labor de apoyo y de contención. En segundo lugar, la
definición de políticas y planes que hagan posible este contrato social por la
educación y lo concreten en líneas de acción (Coll, 1999b) en el entorno
comunitario inmediato en el que viven y se desarrollan los niños y jóvenes – y
los ciudadanos y ciudadanas en general – que es donde se encuentran los
escenarios educativos en los que participan habitualmente y en los que operan
los agentes sociales con una mayor incidencia potencial sobre su desarrollo y
socialización.
Educación,
comunidad y territorio: la articulación de las prácticas educativas.
Pero ha llegado ya el
momento de abordar la segunda de las tendencias a las que aludía en los
comentarios introductorios, la relativa a la profundidad de las relaciones
entre prácticas educativos y actividades ciudadanas, entre educación y ciudad.
En efecto, esta tendencia enlaza directamente con los argumentos a favor del
regreso a una visión amplia de educación, con la propuesta de establecer un
nuevo contrato social por la educación y con la idea de que este contrato ha de
tomar cuerpo en unas políticas y planes concretos de actuación en el entorno
social y comunitario en el que viven y se desarrollan los niños y jóvenes. La
ciudad, entendida como conjunto de ciudadanos y ciudadanas que desarrollan
actividades total o parcialmente interconectadas, o simplemente concurrentes,
en un mismo espacio territorial, que afrontan unos proyectos, unos objetivos y
unos problemas hasta cierto punto comunes o interdependientes, que se
identifican en mayor o menor grado con una organización social con la que
mantienen lazos de pertenencia y adhesión y que comparten una serie de servicios
y equipamientos colectivos, define precisamente este entorno comunitario e
inmediato. Así caracterizada, la ciudad puede ser tanto una ciudad en el
sentido habitual del término – es decir, un núcleo urbano relativamente grande
–, como un área territorial – región, comarca, ... – donde se asientan varios
núcleos urbanos de tamaño más reducido.
El entorno
comunitario inmediato: un espacio privilegiado para la detección y satisfacción
de las necesidades educativas de la población.
Esta tendencia adopta
formas diversas en los diferentes países, e incluso en los diferentes
territorios dentro de un mismo país, en función de una serie de factores como,
por ejemplo, el grado de centralización o descentralización de los sistemas
educativos, la historia y la tradición pedagógica, las competencias más o menos
amplias de las administraciones locales en materia educativa, la riqueza del
tejido asociativo comunitario, o aún las opciones políticas e ideológicas que
presiden la actuación de las administraciones educativas y de las que, sin
serlo, tienen algún tipo de competencias en educación. Más allá de estas
diferencias, sin embargo, la tendencia es general y apunta en todos los casos
en la misma dirección: la elección del entorno comunitario inmediato como el
espacio en el que es posible y deseable proponerse la articulación de las
prácticas educativas – incluida la educación escolar – para ponerlas al
servicio de una mejor y más eficaz detección y satisfacción de las necesidades
educativas del conjunto de los ciudadanos y ciudadanas que lo comparten.
Es en este entorno en
el que cabe plantearse la exigencia de “vincular expresamente procesos
educativos y procesos sociales (escuela y vida, escuela y hogar, cultura
escolar y cultura social, educación y trabajo, currículo escolar y realidad
local, teoría y práctica), planteando la posibilidad de nuevas articulaciones o
de nuevas maneras de entender dichas articulaciones” (Torres, 1999, p. 52,
subrayado en el original). Es en él donde debe acometerse la búsqueda de un nuevo
contrato social por la educación a partir de un proceso de discusión y de
reflexión conjunta sobre los objetivos y las finalidades de la educación. Es en
él donde puede alcanzarse el compromiso colectivo y la responsabilidad
compartida de la escuela y del resto de agentes sociales para la satisfacción
de las necesidades educativas de los ciudadanos y ciudadanas, utilizando y
optimizando para ello todos los recursos potenciales disponibles. Es en él, en
suma, donde deben concretarse las políticas globales de educación que aspiran a
no olvidar o perder buena parte de sus objetivos y finalidades en el camino que
lleva desde su diseño y planificación a la puesta en práctica efectiva.
Son ya relativamente
numerosos los proyectos, iniciativas y análisis(8) en los que puede
rastrearse la tendencia que estamos comentando – desde las “comunidades de
aprendizaje” (ver, por ejemplo, Barron et al, 1995; Talberg y McLaughlin, 1993)
hasta “la ciudad de los niños” (Tonucci, 1997) – , pero es quizás en el
movimiento de “Ciudades Educadoras”, en el que participan ciudades de todo el
mundo, incluidas un buen número de ciudades de países iberoamericanos, donde se
manifiesta con mayor claridad. Así, en el prólogo de la edición de los documentos
(9) del Primer Congreso Internacional de Ciudades Educadoras, celebrado
en Barcelona en el mes de noviembre de 1990, aparece ya formulada la propuesta
de revisar el concepto de educación en el sentido apuntado:
“(...) la familia y
la escuela dejan de tener su papel exclusivo en la educación, para pasar a
compartirlo con otras muchas instituciones y colectivos – tanto públicos como
privados – que, cada vez de un modo más claro, manifiestan su voluntad de
incidir sobre los ciudadanos, muy a menudo con efectos educadores”
(Documentos finales del Congreso, 1991, p. 9)
Y en esta misma
línea, en la “Carta de Ciudades Educadoras (Declaración de Barcelona)”,
aprobada en el marco del mismo congreso, aparece igualmente la idea de que es
necesario revisar el papel de los municipios y las ciudades – el entorno
comunitario inmediato de los ciudadanos y ciudadanas – a partir de una visión
amplia de la educación. Más concretamente, en el principio 2 de la Carta se
afirma lo siguiente:
“Las municipalidades
ejercerán con eficacia las competencias que les correspondan en materia de
educación. Sea cual sea el alcance de estas competencias, formularán una
política educativa amplia y con un sentido global que comprenda todas las
modalidades de educación formal y no formal y las diversas manifestaciones
culturales, fuentes de información y vías de descubrimiento de la realidad que
se produzcan en la ciudad.”
(Documentos finales del Congreso, 1991, p. 117. Subrayado añadido.)
ahora bien, aunque,
como se afirma en este párrafo, lo importante es que las municipalidades
definan una política educativa amplia y con un sentido global sea cual sea el
alcance de las competencias que detenten en materia de educación, lo cierto es
que su margen de maniobra y su capacidad efectiva para definir y desarrollar
políticas y planes de acción educativa en el marco de la ciudad está altamente
condicionada por el alcance de dichas competencias y, más en general, por cómo
está regulada, en cada caso, la distribución de las competencias y
responsabilidades entre los diferentes niveles de la administración en lo que
concierne a la planificación y gestión del sistema educativo.
Competencias y
responsabilidades en la planificación y gestión de los sistemas educativos.
La situación en este
punto varía enormemente entre los diferentes países. En el caso español, por
ejemplo, es evidente la contradicción que existe entre, por una parte, las
competencias en materia educativa que la normativa atribuye a las
administraciones locales, y por otra, la potencialidad – y en ocasiones, como
sucede en el caso de Barcelona, la realidad (10) – del papel que
pueden jugar los municipios en la prestación de servicios educativos al
conjunto de sus ciudadanos y ciudadanas (Coll, 1998c). En la medida en que esta
situación tal vez no sea muy distinta a la que encontramos en otros muchos
países iberoamericanos, quizás merezca la pena analizarla con un poco más de
detalle.
Las competencias que
la legislación española atribuye a los municipios en materia educativa aparecen
desperdigadas en diversos textos normativos promulgados en el transcurso de las
dos últimas décadas (11). Esta dispersión temporal hace que, sin
incurrir en contradicciones de fondo, sea posible discernir claramente
sensibilidades diferentes en función del momento y del contexto social y
político en que han sido elaboradas y promulgadas las normas. Sin embargo,
cuando se analizan en conjunto, dos conclusiones emergen con claridad. En
primer lugar, la distribución de competencias y responsabilidades entre los
tres niveles la administración pública – central, autonómica y local – se
refiere de forma casi exclusiva a la ordenación, organización, funcionamiento,
planificación y gestión de la educación escolar, del sistema educativo reglado,
en clara sintonía con la visión restringida de la educación antes analizada. En
segundo lugar, la administración local no es considerada como una
administración educativa, es decir, no se le atribuyen competencias en la
programación general de las enseñanzas ni en la planificación y gestión de la
educación básica obligatoria. Las únicas competencias que se le atribuyen son
las relacionadas con la obligación de proporcionar suelo edificable para la
construcción de centros educativos y con la obligación de asumir la
conservación, mantenimiento, limpieza y vigilancia de los edificios escolares.
Ciertamente, la
legislación atribuye a las administraciones locales otras muchas competencias
en materia educativa, aunque siempre en términos de colaboración y
participación con las administraciones central y autonómicas que son, en
realidad, las únicas administraciones educativas en sentido estricto. Dos son
las fórmulas habitualmente utilizadas para describir estas competencias: “la
administración educativa podrá establecer convenios de colaboración con las
corporaciones locales con el fin de ...”; o bien “las administraciones locales
podrán colaborar con la administración educativa para ...”. Y detrás de estas
fórmulas encontramos referencias a un amplio abanico de aspectos y niveles
educativos más o menos directamente relacionados con la educación escolar: la
educación infantil, la educación de las personas adultas, las enseñanzas
artísticas, la educación especial, la enseñanza de lenguas extranjeras, los
programas de transición del mundo educativo al mundo del trabajo, la
participación de las familias en el funcionamiento de los centros escolares, la
vigilancia del cumplimiento de la escolaridad obligatoria, la formación del
profesorado, la innovación educativa, la salud de los escolares, el transporte
escolar, los comedores escolares, las actividades extraescolares y
complementarias, la orientación profesional, la detección de necesidades
educativas de la población, etcétera.
Hay pues un reflejo
en la normativa, por así decir, de una cierta conciencia de la importancia de
las administraciones locales en la organización y prestación de servicios
educativos al conjunto de la ciudadanía, pero en el momento de concretarla se
limita a aspectos periféricos o complementarios a la educación escolar, cuya
organización, planificación y gestión sigue estando reservada en exclusiva a la
administración educativa central o autonómica de acuerdo con un esquema
abiertamente homogeneizador. Más aún, estos aspectos complementarios o
periféricos contemplados como competencias compartidas entre la administración
local y la administración educativa correspondiente dependen claramente en su
concreción, por la manera como aparecen definidos, de la iniciativa y de la
voluntad de la segunda para establecer convenios y acuerdos de colaboración con
la primera y para transferirle los recursos económicos necesarios para financiarlos.
Si comparamos esta
situación con la manera como se plantea el tema competencial en otros países
europeos, encontramos un elemento común y otro claramente distinto. El elemento
común es que, en la mayoría de estos países, los temas competenciales se
refieren también de forma prioritaria a la educación escolar y al sistema
educativo reglado. El elemento diferenciador es que, como ponen de relieve los
análisis comparativos (Oroval, 1998), la situación más extendida en estos
países es la de un reparto equilibrado de las competencias educativas, y
también lógicamente de los recursos necesarios para ejercerlas, entre la
administración central, las administraciones regionales o estatales – en lo
países con una organización del estado de tipo federal o confederal – y las
administraciones locales. En la mayoría de los países europeos, las
corporaciones locales asumen buena parte de las competencias relacionadas con
la planificación y gestión de la educación escolar, especialmente en los
niveles de la educación básica y obligatoria, y cuentan con los recursos
económicos necesarios para ejercerlas, en aplicación estricta del principio de
proximidad: es decir, del principio según el cual hay que acercar el centro de
decisiones a los ciudadanos y ciudadanas con el fin de asegurar, a partir de un
conocimiento directo de sus necesidades, la mejor manera de satisfacerlas y la
mejor asignación y uso de recursos existentes.
Como señalábamos más
arriba, caben pocas dudas de que un marco competencial como el que tenemos
actualmente en España resulta poco propicio para la definición e implementación
de políticas y planes que impulsen y concreten el contrato social por la
educación (Coll, 1999b) en el entorno comunitario inmediato en el que viven y
se desarrollan los niños y jóvenes. El alejamiento de los centros e instancias
de decisión, planificación y gestión de los contextos particulares donde tienen
lugar los procesos formativos acaba teniendo inevitablemente un efecto
homogenizador sobre el conjunto del sistema educativo que se compadece mal con
la visión amplia de la educación y con las implicaciones que de ella se
derivan. Siendo sin embargo urgente, a mi juicio, corregir el estado de hechos(12),
es necesario subrayar que el problema no puede plantearse sólo en términos
competenciales y no se resuelve con la simple y pura atribución a las
administraciones locales de mayores competencias en materia educativa. Un
cambio en este sentido, con la correspondiente reasignación y redistribución de
los recursos económicos, es sin lugar a dudas muy conveniente, y yo diría que
casi necesario, para romper el pesado manto homogeneizador que pesa sobre la
organización y funcionamiento de nuestros sistemas educativos. Pero no es
ningún caso suficiente. Se requiere, además, la voluntad y la capacidad de
articular el conjunto de prácticas, escenarios, agentes y recursos educativos
presentes en el entorno comunitario a fin de ponerlos al servicio de la
detección y la satisfacción de las necesidades educativas – o lo que es lo
mismo, de las necesidades básicas de aprendizaje – de las personas que lo
integran. Esta es justamente la idea que preside la propuesta estratégica de
impulsar la elaboración de planes educativos integrales territorializados(13).
La elaboración de
planes educativos integrales territorializados: una estrategia para la acción.
De acuerdo con los
planteamientos expuestos hasta el momento, las características más importantes
que deberían tener estos planes y las exigencias a las que debería responder
ineludiblemente su proceso de elaboración pueden enunciarse brevemente como
sigue en ocho puntos:
(i) Han de responder
a una visión amplia y sistémica de la educación, es decir, contemplar el
conjunto de escenarios, prácticas y agentes educativos que operan de hecho en
el territorio al que conciernen y tener en cuenta sus características
particulares, tanto en lo que concierne a las potencialidades que encierran
para la educación y la formación de las personas en sus diferentes vertientes y
facetas como a las limitaciones que comportan en relación con otros territorios
y entornos comunitarios.
(ii) Han de partir de
la detección, análisis y valoración de las necesidades educativas concretas y
de las necesidades básicas de aprendizaje de la población – aceptando, por lo
tanto, que pueden variar considerablemente de un territorio a otro – y
orientarse a su satisfacción mediante la acción coordinada de todos los
escenarios, prácticas y agentes educativos presentes y el uso de todos los
recursos educativos disponibles – que pueden variar también considerablemente
de un territorio a otro –.
(iii) Han de tener un
carácter profundamente participativo, tanto en lo que se refiere a su
elaboración como a su desarrollo y conducción. En ellos han de implicarse y
comprometerse activamente los maestros, los profesores y los responsables de la
planificación y la gestión de los servicios educativos formales en el ámbito de
la comunidad o del municipio. Pero no sólo ellos. En la medida en que el
objetivo último es poner al servicio de la detección y satisfacción de las
necesidades educativas de la población todos los recursos disponibles en el
entorno comunitario, ninguna instancia, ningún colectivo, puede quedar en
principio al margen del proceso.
(iv) Han de
establecer con claridad – a partir de una valorización conjunta de las
necesidades educativas de la población, de las prioridades que se establezcan
para satisfacerlas y de los recursos disponibles – los compromisos y
responsabilidades de todas las instancias y agentes educativos implicados, con
una atención especial al papel nuclear y central que juegan a este respecto los
centros educativos y el profesorado.
(v) Han de contar con
una instancia única de planificación, conducción y supervisión que integre a
los responsables de los diferentes niveles y sectores de la administración –
central o federal, regional o estatal y local – que operan en el territorio y
cuya actuación puede tener, directa o indirectamente, repercusiones sobre la
educación y los procesos formativos de los ciudadanos y ciudadanas. Sólo
mediante una instancia única de esta naturaleza puede conseguirse una unidad de
acción y de planteamientos internivelar y multisectorial (Torres, pp. 30-31)
que neutralice la tendencia de los diferentes niveles y sectores de la
administración a actuar por separado atendiendo a sus propias objetivos,
prioridades y dinámicas internas.
(vi) Han de gozar de
un amplio margen de autonomía en su implantación y desarrollo que permita
ajustarlos de forma progresiva – y sin necesidad de hacer frente a los
complejos y a menudo lentos trámites burocráticos habituales – a la evolución
continua y cada vez más acelerada de las necesidades educativas de la
población.
(vii) Han de incluir
en su propia definición procedimientos y estrategias para la evaluación y valoración
sistemática y rigurosa de los logros que vayan consiguiendo y de las
dificultades puedan surgir en su desarrollo, así como prever los recursos
necesarios para llevarla a cabo con garantías.
(viii) Han de tener
asegurados los recursos económicos y técnicos necesarios para su implantación y
desarrollo y ser objeto de un tratamiento diferencial en la asignación
presupuestaria, velando especialmente por compensar las carencias y
limitaciones de los territorios y de las comunidades con mayores limitaciones y
carencias para generar o utilizar los recursos propios.
Admito sin reservas
la dificultad de poner en marcha de forma inmediata y con carácter general, en
lo que concierne a la educación básica, unas políticas organizadas en torno a
planes educativos integrales territorializados con estas características. En ocasiones,
puede ser un planteamiento pura y simplemente inviable por el momento al no
darse las condiciones mínimas necesarias para intentarlo; en otras, tal vez sea
sólo posible respetar algunas de las características y exigencias señaladas; en
otras muchas, sin embargo, las resistencias y dificultades pueden tener más
bien su origen en el predominio de una visión sumamente restringida de la
educación y de una filosofía homogeneizadora en la orgranización y el
funcionamiento de los sistemas educativos que no son, a todas luces, las más
apropiadas para hacer frente a los desafíos del nuevo escenario social,
político, económico y cultural que se dibuja en este final de siglo.
En cualquier caso,
los argumentos expuestos en las páginas precedentes dejan pocas dudas, a mi
juicio, sobre la necesidad de recuperar el compromiso y la corresponsabilidad
social y ciudadana con la educación como una de las claves para afrontar estos
desafíos. La definición de políticas y planes concretos de actuación
fuertemente anclados en el territorio y en el entorno comunitario en el que
viven y se desarrollan las personas puede ser una buena estrategia para avanzar
en esta dirección. Sería pues conveniente que, con todas las cautelas y
precauciones que es necesario adoptar cuando se acometen procesos de cambio y
transformación educativa, empezáramos a explorar de una manera más sistemática
y rigurosa, y también menos voluntarista de lo que se ha hecho hasta ahora, la
puesta en práctica y la viabilidad de esta estrategia allá donde se den las
condiciones mínimas necesarias para intentarlo.
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educación encierra un tesoro. Informe a la UNESCO de la Comisión Internacional
sobre educación para el siglo XXI, presidida por Jacques Delors. Madrid:
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Notas
(1) Durante este
período se han promulgado las tres grandes leyes que regulan en la actualidad
el sistema educativo español: la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la
Educación –LODE– , en 1985; la Ley Orgánica de Ordenación General de Sistema
Educativo Español –LOGSE–, en 1990; y la Ley Orgánica de la Participación, la
Evaluación y el Gobierno de los Centros Educativos –LOPEGCE–, en 1995.
(2) Conviene recordar
que el sistema educativo español estuvo regulado hasta 1970 por una ley
centenaria, la Ley Moyano, aprobada en 1857 y vigente, con escasa
modificaciones, hasta la promulgación de la Ley General de Educación de 1970,
con la que se inicia de hecho el proceso de modernización de la educación en
España.
(3) Ver, por ejemplo,
Coll y Porlán (1998) y Coll (1999ª).
(4) Un análisis más
detallado de las semejanzas y diferencias entre prácticas escolares y otros
tipos de prácticas educativas puede consultarse en Solé (1998) y Coll (1998ª).
(5) Ver, por ejemplo,
los análisis de Delval (1990), Puelles (1996) y Gómez Llorente (1998) del paso
relativo y la tensión continua entre ambos planteamientos en lo que concierne
fundamentalmente a la evolución de la educación escolar en España.
(6) En una línea
argumental similar a la aquí desarrollada, Torres (1999) ha analizado
recientemente la restricción experimentada por el concepto de educación básica
a partir de su formulación en los documentos.
(7) El texto
siguiente, cuya auditoría corresponde a la Federación de Movimientos de
Renovación Pedagógica de Catalunya, ilustra con claridad esta responsabilidad,
a todas luces excesiva, que se proyecta sobre la educación escolar en el caso
de la atención a la diversidad:
“A menudo, la escuela
pública ha de cumplir también una función asistencial y compensadora de las
desigualdades. La sociedad no tiene institucionalizadas formas de intervenir
para hacer frente a las necesidades sociales que van surgiendo. Ello hace que,
a menudo, y por el hecho de ser el sistema que más universalmente atiende a la
población, lleguen al sistema educativo demandas que no se corresponden con sus
finalidades. Sin tener en cuenta que los centros educativos sólo disponen de
instrumentos pedagógicos y que a menudo éstos instrumentos no son los adecuados
para intervenir en determinados problemas socioculturales y/o familiares.
Aunque no dudamos de
la fuerza de la pedagogía, estamos lejos de pensar que sólo con la acción
educativa [escolar] mejoraremos la problemática que genera nuestro sistema
económico y cultural. O que sólo con la escuela podremos transformar el mundo.”
(FMRPC, 1999, p. 14)
(8) Ver, por ejemplo,
Gennari (1998) y Gorlitz et al (1998) como dos manifestaciones netamente
contrastadas de esta misma tendencia.
(9) Primer Congrés
Internacional de Ciutats Educadores. Documents Finals. Barcelona, 26-30 de
novembre de 1999. Adjuntament de Barcelona. Abril 1991.
(10) La ciudad de
Barcelona es un ejemplo claro en este sentido. La municipalidad de Barcelona es
titular de una red de 70 centros educativos ( el 23% aproximadamente del total
de centros educativos públicos de la ciudad) que cubren prácticamente todos los
niveles y tipos de enseñanza – escuelas infantiles, colegios de educación
infantil primaria, institutos de enseñanza secundaria, centros de enseñanza
musicales y artísticas, centros de educación de las personas adultas, centros
de educación especial –, con unos 1.200 profesores y unos 10.500 alumnos. Esta
red de centros, junto con una serie de servicios educativos dirigidos al
conjunto de la población escolar y las obligaciones derivadas del cumplimiento
preceptivo de las competencias obligatorias en materia de educación – suelo
edificable para la construcción de centros escolares y conservación,
mantenimiento, limpieza y vigilancia de estos centros –, convierten de hecho a
la municipalidad de Barcelona en una administración profundamente implicada en
la educación y formación de sus ciudadanos y ciudadanas, tanto por la
incidencia de los servicios que ofrece como por la cantidad de recursos que
gestiona; una administración, además, que, al igual que sucede en otros grandes
núcleos urbanos, recibe continuamente las demandas y solicitudes de los
ciudadanos y ciudadanas para seguir incrementando sus servicios educativos y
está sometida a fuertes y continuas presiones en este sentido.
(11) El artículo 27
de la Constitución de 1978; la Ley Orgánica Reguladora del derecho a la
Educación – LODE, 1985 –; la Ley Reguladora de los Consejos Escolares – 1985 –;
la Ley Reguladora de Bases de Régimen Local – 1985 –; la Ley Orgánica de
Ordenación General del Sistema Educativo – LOGSE, 1990 –; la Ley Orgánica de la
Participación, Evaluación y Gobierno de los Centros Docentes – LOPEGCD, 1995 –;
y los Decretos y Órdenes que desarrollan estas leyes.
(12) El análisis
efectuado muestra que el proceso de descentralización experimentado por el
sistema educativo español con la configuración del Estado de las Autonomías
establecido en la Constitución de 1978 se ha limitado exclusivamente a la
transferencia de competencias educativas desde la administración central a las
administraciones autonómicas, sin que se hayan producido hasta ahora avances
significativos en el siguiente escalón, el relativo a la transferencia de
competencias educativas desde las administraciones educativas a las
administraciones locales.
(13) En sentido debe
interpretarse la iniciativa reciente de la ciudad de Barcelona y de otras
ciudades que comparten la filosofía del movimiento de Ciudades Educadoras para
impulsar sendos procesos de elaboración de lo que ha dado en llamarse
“Proyectos Educativos de Ciudad”.